sábado, 29 de agosto de 2009

Impulsos...

Como te sientes? Miedo a quedarte solo? Acaso crees que vas a poder salir del hoyo? Que vas a vencer a la genética? A tu destino? Acaso crees que algo de lo que vives es verdad? O peor, crees que es importante? Miles y miles de trillones de electrones, neutrones, protones, átomos, moléculas alineados dando como resultado tu fracaso y tu estado de animo... que casualidad, te sentiras desafortunado no? Siempre se termina hiriendo a tus sentimientos, a esos sobreestimados impulsos eléctricos que circulan a traves de tus neuronas... sinceramente... cosas mas interesantes han pasado por los cables de mis auriculares, no se si me explico. Ayer me preguntaba: como puede haber gente triste? Si todo es tan hermoso, pero me equivocaba, no todo es hermoso, todo es normal, es normal y punto, el resto es filosofia barata.

miércoles, 26 de agosto de 2009

15 años tenía cuando escribí esto...

                  Amamos lo que admiramos. O lo que es lo mismo, Admiramos lo que Amamos. Existen muchas otras razones para amar, pero la admiración es básica. Una admiración implica un deseo, y con esto no quiero comparar el amor con ningún hecho carnal, simplemente un deseo de ser o formar parte de ese ser admirado. Tampoco podemos comparar amor con adoración, en esta lo que se busca son las virtudes, con el amor... Los defectos.
                 Y por todo esto me pasaba lo que me pasaba. Por esa razón yo no era más que un peón en las redes de algunas brujas. La verdad es que admiraba a la gente que, lamentablemente no me admiraba, es mas, ni se fijaban en mi existencia. Yo admiraba su mirada, sus ojos; su boca, sus labios; su figura, sus dedos. Yo admiraba un ideal, una sonrisa, yo admiraba demasiadas cosas, y con ellas anhelaba formar parte de ese proyecto de adulto que eran. Pero ellas, no me planteaban como una alternativa posible. Ellas me miraban (o no) y me sonreían (o no) pero no veían en mi ninguna admiración. Observaban a seres mayores, admiraban su mundo, un mundo mas libre, o admiraban una puerta a este.
                Y así estaba la tarde de un viernes, aburrido en mi casa, reflexionando sobre aquello, mi teoría no estaba muy formada aún, y por lo tanto, aún soñaba con besarla. Aún tenia esperanzas de ser mas.
                Me cogió la noche, no estaba desprevenido. Todo se encontraba preparado. Salí de casa y después de reunirme con los amigos, nos dirigimos al pub. Llegábamos tarde, y llovía, así adelantamos el paso. Al llegar ella se encontraba allí, en una mesa doble, con unos amigos (entre ellos también amigas) Nos sentamos y empezamos a pedir copas.
                Al cabo de media hora el tabaco y el alcohol inundaban el lugar. La rutina empezaba a llegar. Y en eso nuestras miradas se cruzaron. Ella me sonrió, yo le correspondí, y después de unos flirteos se levantó.
               -  ¿Salgo a tomar el aire, te vienes?-preguntó.
             Evidentemente asentí. Y salimos fuera.
               - ¿No estas harto?- mirada... caída de ojos....
               - ¿De que?
             No se, de que sea siempre lo mismo, de dar vueltas y hacer siempre lo mismo- mientras
explicaba se movía, insegura, y poco a poco se acercaba- estoy harta de la rutina.
             Y me miró. Con aquella mirada suya y de nadie mas, que podía decirlo todo, o no decir
nada. La miré y comprendí que era mi turno.
              - ¿Quieres que pase algo que solo a veces pasa?
             Nos acercamos... No voy a continuar por esta línea, el caso es que en aquel momento me sentí parte de ella, me sentí responsable de sus acciones, y como no, también de sus problemas, problemas de una persona admirada y por lo tanto problemas admirados. Pude sentirme satisfecho, por que por muy idealistas que seamos, el ser amados nos encanta, la autosatisfacción de estar haciendo lo que uno desea, es uno de los mejores antidepresivos.
              Y así ocurrió que a la noche siguiente éramos los mismos mas uno. Él era mayor que nosotros, y pertenecía a otro grupo, digamos.... digno de ser admirado. Ella se encontraba también, y como era de esperar actuábamos como si nada hubiera pasado. Lo interpreté como una especie de reparo... lo malinterpreté. A las dos horas, y en un momento de descuido ya estaban como lapas, haciendo lo que esa acción implica.
              Puede que haya ido un poco rápido, pero así ocurrió. Ni me di cuenta, lo encontraba algo inverosímil. Pero el echo de ser un choque así, no me dejo tiempo para sentirme lastimado, pasé a la reflexión, a pensar como debía sentirme.
               Por que algo debía pensar. Alguna ración debía tener, pero no, simplemente me sentí vacío. No podía sentir pena, eso implicaría compasión de los demás... envidia quizás? No, ahora no. Y no se porque. El estaba con la mujer que me gustaba, no debía admirarle? No jamás. Yo estaba en mi mundo, el cual por alguna razón estaba vacío. 
              “Siempre me voy a enamorar, de quien de mi no se enamora” Un gran tópico de canción, pero es verdad. Muchas veces rehusamos de los tópicos, pero es verdad, aunque intentemos sentir que somos únicos y desiguales, no podemos escapar al echo de ser simplemente y desalmadamente humanos.
               Y por todo esto, ahora que la luz se ha ido, ahora que al mirar a mi alma veo el mismo color de oscuridad, ahora siento mucho más la sensación de nada en mi interior, la fuerte y grave sensación de VACÍO
               Quizá eso fuera lo que tenía que sentir, simplemente la soledad del que no es admirable.

Un relato completamente ficticio sobre el abuelo de mi abuelo...

           Nunca supuso Primero Escobio Aguilar, que después de más de treinta años de servicio en la Marina Española, había de empezar la jubilación con su primer naufragio. Desde su infancia, desde el día en que su padre, solícito, le enseñó en las turbulentas aguas de su bañera lo que era una ola, Primero se sintió tan conmovido y atemorizado que no descansó hasta descubrir lo que significaba la palabra mar en todo su esplendor. Lamentablemente lo fue a descubrir demasiado tarde, mucho más tarde de lo que jamás hubiera esperado, justo en el momento en el que veía hundirse la proa del barco en el que había viajado sus últimas semanas.
            La verdad es que el primogénito de los Escobio nunca había sido una persona impulsiva. Desde la adolescencia, una vez abandonadas las fantasías juveniles y enfrentado a la realidad de un origen humilde, siempre había mostrado predisposición para el trabajo y la reflexión. Había aprendido, ya de pequeño, que una guerra no se gana en un día, y que correr sin rumbo fijo no ayuda a llegar a los sitios. Por lo tanto, en los minutos que siguieron al hundimiento, mientras todo el pasaje se debatía inútilmente en las aguas tormentosas del archipiélago cubano, él, manteniendo esa calma que lo había acompañado toda la vida, intentó, simplemente, mantenerse a flote, cansándose justo lo necesario, esperando la llegada del nuevo día y con él, el final de la tormenta, para buscar soluciones a su desesperada situación. 
            Más tarde, Primero declararía que aquellos trascendentales instantes habían transcurrido sin dejar mas huella en él que unos borrosos recuerdos sobre agua salada y rayos en la noche. No obstante, la verdad es que aunque la desgracia se venía anunciando desde la noche anterior, la gran mayoría de los pasajeros no comprendió su funesto destino hasta que el último trozo del buque se sumergió entre las aguas.
             No era de extrañar que los últimos días a bordo del Valbanera hubieran transcurrido de manera intranquila. Los problemas se habían empezado a detectar primero por la tripulación y el puente de mando, pero más tarde por todo ser humano en la cubierta del Valbanera, cuando provenientes del sur, unas negras nubes les hostigaban intranquilizando a todos. En un principio se supuso que seria una simple tormenta, pero cuando el primer rayo alcanzó la cubierta del navío destrozando por completo la radio Morse, el pánico empezó a cundir entre los pasajeros. Más tarde, exactamente dos horas después, el efecto producido por la tormenta tropical era palpable por cualquier ser humano que se encontrara en el barco; el Valbanera estaba sumergido.
             Pasaron unas horas hasta que Primero pudo distinguir algo más que sombras y reflejos en el agua. El sol, siempre señal de esperanza, salía por el este, y dejaba entrever lo que tenía a su alrededor. Como había supuesto a lo largo de la noche, todos y cada uno de los supervivientes se habían ido separando, consecuencia en algunos casos del fuerte oleaje y en otros por la simple y vana esperanza de buscar una salida. Primero no tenia prisa, el lugar en el que se encontraban, aunque conocido por sus fuertes tormentas, también lo era por la abundancia de pequeñas islas, todas ellas cartografiadas y reconocidas, y sobre todo por el gran tráfico de comercio marítimo. 
               Cuando la luz fue algo más que una leve claridad en el horizonte, y el amanecer dejó sitio a la mañana, Escobio se permitió el lujo de mirar a su alrededor y buscar en el horizonte sombras y figuras que le permitieran, cuando menos, tener un objetivo hacia el que nadar. 
 Primero no sabría decir en qué momento exactamente, pero años más tarde recordaría haber visto unas sombras hacia el este y, después de unos instantes de vacilación nadar desesperadamente en busca de lo que parecía ser su única salvación. Ésta no era más que una pequeña isla, con una frondosa selva tropical en el centro, i rodeada al parecer, por playas. Al llegar, y aunque parezca antiheroico y descabellado, no pensó en otra cosa que en echarse sobre la arena y descansar, hacia más de un día y medio que estaba despierto, y sus reflejos y capacidades empezaban a verse mermadas.
              Durante su larga travesía por los mares de la vida, Primero se había librado de gran parte de los infortunios del mundo, buena prueba de ello era su intachable carrera, y el hecho de que bajo sus órdenes ningún barco, grande o pequeño, hubiera naufragado. Todo esto fue posible gracias a la gran consideración que tubo su padre, Emiliano, en que tuviera una buena educación militar y marina. Quizás su padre no fuera muy original a la hora de poner nombres, pero no le faltó dedicación a la hora de interesar a su hijo en el milenario arte de la marina, del cual todos los antepasados que podía recordar, habían formado parte. 
                Este hecho, hizo que Primero, al despertar en una playa desierta de una isla, mas que posiblemente también desierta, no perdiera la cordura. Se levantó, se frotó los pantalones, donde un poco de arena había quedado pegada, y con paso seguro se fue al encuentro de la fauna y flora de la isla.
 Escobio no pensaba que su estancia en aquella isla fuera a durar mucho. Según sus cálculos debía encontrarse en alguna isla del Caribe, cerca probablemente de alguna ruta mercantil. Aunque ahora buscara alimentos, su visión se limitaba a un futuro inmediato y el pensamiento de quedar encerrado en aquella isla por los años de los años no era algo que le pasara por la cabeza. 
                En las siguientes horas, Primero se dedicó a la búsqueda de algún alimento que le calmara el hambre, y también de algún lugar en el que poder acostarse. Cuando parecía que un par de cocos y algún que otro fruto silvestre iban a ser sus únicos aperitivos para aquel día, Primero se sorprendió al encontrar lo que parecía ser el rastro, en huellas, de algún animal de cuatro patas. Obviamente, y sin pensarlo demasiado, siguió hambriento el rastro, esperando encontrar al final el preciado premio de un animal tierno y suculento. 
                Posiblemente, el hambre y la desesperación llevaron a Primero a dejar de un lado sus precauciones y avanzar despreocupado en pos de su presa, ya que pasados unos minutos y al levantar la cabeza, el viejo Escobio, también de la noble familia Aguilar, encontró lo que sin duda cambiaria el rumbo de sus decisiones y el hecho de vivir en aquella isla. Se encontraba ante lo que parecían restos de una hoguera. Había sido hecha hacía poco, quizá una o dos semanas, y de ella partia un sendero ascendente. Decidió tomarlo, y continuar en él hasta sus ultimas consecuencias, después de un par de recodos distinguió algo que lo dejó realmente perplejo.                            Delante de él, y sobre una colina, vio levantada una construcción de madera. Una construcción perfectamente construida, con todas las maderas del mismo tamaño, y todas las medidas perfectamente tomadas. Obviamente el sentido común le llevó a suponer que aquella empalizada, pues era un muro de madera alrededor de lo que parecía un campamento, era sin duda obra y decisión de una mente humana, y también en consecuencia de un cuerpo humano. 
                 Lo que mas asustó a Primero fue esta ultima deducción. ¿Un Cuerpo? Un ser humano, allí? En aquella isla desierta, desamparado de cualquier ley o sociedad? Una persona, sola, abandonada? Sería honesta aquella persona? O por el contrario, los años de cautiverio la habrían conducido a una conducta hostil hacia cualquier ser vivo? Primero prefirió no comprobarlo, su instinto de supervivencia le devolvió a la playa, al amparo de la luz del sol, para mas tarde solo junto a la arena, no dejar de atormentarse con dudas y suposiciones, sobre la naturaleza de aquel nuevo vecino. 
                  Mientras tanto, y pese a su inquietud, el universo continuaba su movimiento, y el sol poco a poco se fue apagando, hasta no ser más que un disco rojo sangre en el oeste, un disco que se consumía en el horizonte. Solo cuando la necesidad de encontrar un lugar donde pasar la noche imperó sobre sus paranoias pudo él encargarse de esa tarea. El primer lugar que le pasó por la cabeza fue la pequeña empalizada, pero desestimó la opción enseguida, más por miedo que por cualquier otra cosa. Después de buscar por los alrededores de la playa, cuando ya casi tenia que ir a tientas encontró lo que parecía una palmera caída. A su alrededor habían ido creciendo plantas y enredaderas, formando una especie de cobertizo entre ella y una piedra cercana. Movido por la necesidad, se resignó y se acostó. Al día siguiente al amanecer ya buscaría otra cosa. 
             Durante la noche, mientras la paz reinaba sobre la selva tropical de su alrededor, el cuerpo de Primero, se convulsionaba por las pesadillas. Hacia años que no había tenido ninguna, quizás desde su época de marinero, pero ahora, abandonado a la suerte de la soledad, en una isla posiblemente ocupada por algún ser desconocido, y teniendo como lecho las piedras y las raíces del suelo, Primero pasaba miedo durmiendo. 
              Durante todo el día siguiente, Escobio se dedicó a buscar troncos y ramas grandes para crear lo que podía llegar a ser una especie de gran bandera, o símbolo. Todo con el objetivo de atraer a cualquier barco que pasara por la zona. 
 Mientras estuvo trabajando, durante toda la jornada, no pudo sacarse de la cabeza la misteriosa empalizada y sus posibles habitantes. Estaba seguro que ellos, o él en el caso de que fuera solo uno, estaban al corriente de su presencia en la isla, si no lo habían visto al llegar, seguro que las pisadas en el barro del lodazal lo habían delatado. Primero esperaba que en cualquier momento se presentaran, amenazantes o amistosos, hambrientos o sedientos, pero esperaba, o más bien necesitaba que aparecieran en algún momento. No podía soportar la incertidumbre de no saber quienes eran sus secretos vecinos. Para su desdicha, ningún ser humano aparte de él mismo apareció en toda la mañana por la playa. La tarde pasó igual de rápido, y seguía sin aparecer nadie. A cada segundo que pasaba Escobio se sentía más inseguro, más nervioso. Oía voces a su espalda, y escuchaba pasos a su alrededor, creía tenerlos a la espalda, y sentir su aliento, pero cuando se giraba, detrás de él no había nada mas que sombras y selva, siempre esa infinita selva.
                Al anochecer, sin más luz que una simple hoguera cerca de los árboles, acabó lo que parecía una gran señal; en ella, aunque no se pudiera leer nada, se distinguían dibujos hechos con resina. Cualquier barco cercano entendería el significado. No obstante lo que ocupaba la mente de Primero no era el regocijo por entender que su estancia en la isla se acortaba, sino por que los nativos (había decidido llamarles así a falta de un nombre mejor) no habían hecho lo mismo. ¿Acaso era un exilio voluntario? Acaso huían de algún lugar? Escobio no lo sabía, y por tanto siguió viendo sombras y brillos donde no había más que oscuridad. Cavilando sobre eso pasó su segunda noche.
              A la mañana del tercer día en la isla, Primero no había dormido en absoluto. Se sentía agarrotado y maltrecho, sus huesos parecían de cristal, y sus músculos se retorcían a cada movimiento. Todo por culpa de los malditos salvajes que lo rodeaban. Él creía que le habían acechado durante toda la noche, vigilándolo y observándolo. Cada paso que daba, cada mirada que dirigía, cada músculo que movía… todo estaba controlado y vigilado. Le recordaba a la atmósfera asfixiante de la selva africana, con miles de locos alrededor de los ríos, y los occidentales intentando pasar y conquistar. Así que con las primeras luces Primero tomó una decisión que, aunque en un principio pareciera suicida, después resultó serlo realmente. Se levantó, se internó en la selva y reemprendió el camino que dos días atrás había deshecho corriendo y huyendo. No caminaba agazapado, o inadvertido, andaba erguido, en toda su estatura, la mirada alta, con la seguridad suicida de quien sabe, camina al encuentro de lo inesperado.
                Podría parecer extraña la actitud de Primero si no se comprendiera la realidad de su educación. Su madre y su padre, aunque habían inculcado en su hijo las valerosas cualidades de la prudencia no habían conseguido erradicar completamente ese brillo rompedor y descontrolado de la juventud. Ahora, aunque ya no fuera joven, perdía los estribos en situaciones vitales incontrolables. No podía soportar la perdida de intimidad, ni la debilidad ante sus observadores.
               Así es como sucedió que Primero atravesó media selva. Detrás suyo, al otro lado de los árboles, más allá de la playa y del mar, estaba su escapatoria, su salida, pero la negaba, la evitaba, incapaz de aguantar sus últimos días en la isla con la inseguridad de quien se siente débil. 
              Hacía frío, hacía mucho frío. Primero llevaba mas de treinta horas despierto, sus nervios estaban a flor de piel, y sus ojos, bañados en rojo. Su mirada iba de un lado a otro, buscando sombras, buscando fantasmas. Cada roca le parecía una trampa, y cada sonido una rama al romperse. Muchas veces confundía su propia respiración con la de otro, y otras veces le parecía notar su aliento en la nuca. Definitivamente, el cuerpo de Primero se encontraba al límite. Pocas veces había perdido la cordura de esta manera. Su vida había transcurrido siempre tranquila, sin sobresaltos. Quizá alguna vez, en alta mar, rodeado de tormenta y sin escapatoria había experimentado algo parecido a la sensación agobiante que padecía en aquel momento.
                  No supo nunca porque, pero Primero se perdió en la isla, no conseguía encontrar el camino trazado días atrás, y además la empalizada parecía estar a veces a la derecha, y otras a la izquierda, unas veces el sol estaba al este, y otras al oeste. Todo parecía cambiar de sitio. Poco a poco un miedo mortal se fue apoderando de él. Se encontraba solo, rodeado de selva, no ya en la playa, donde un barco podría encontrarlo, no, ahora se encontraba perdido, perdido en su gigantesca paranoia. Solo ahora, es decir entonces, comprendió la inmensidad de su locura, entendió cuan loco había de estar para abandonar la playa, segura y visible, por la oscuridad de la selva. Pero entonces, cuando más se ahogaba en su propio miedo, justo entonces, oyó lo que inconfundiblemente era el sonido de un gran cuerpo al caer, y además, cayendo sobre él mismo.
              En una situación así, cualquiera de nosotros haría lo que hizo él, correr. Correr por su vida, correr por no querer conocer lo que se escondía detrás suyo, correr por encontrar una salida, y sobre todo correr por que no sabía que mas hacer.
             Primero nunca había sido una persona atlética, siempre había gozado de buena salud, pero sin preocuparse por el culto al físico. Esa fue la razón que le hizo sorprenderse por la velocidad a la que estaba corriendo, sus piernas parecían flotar por encima de las hojas, y sus pies no parecían sentir el peso de su propio cuerpo. La adrenalina cumplía con su función de supervivencia.
                 Corrió y corrió. Corrió lo que a el le parecieron miles de kilómetros, todos en linia recta, evitando los árboles. Todos en la selva, la oscura selva. Omnipresente ella había sido la fuente de toda su desesperación, y ella, solo ella fue la que le hizo caer.
                  No supo con que pero cayó al suelo, quizá fuera una rama, o quizá un hierbajo, el caso es que se precipitó, y en su locura transitoria, se quedó tendido en el suelo, esperando que quizá los nativos no lo descubrieran allí. Creyó oír pasos a su alrededor. ¿Hablaba alguien? Podía ser, pero no lo entendía. Sus oídos se le habían embotado por culpa del cansancio, la sangre le hervía en las venas, y sus ojos, ahora brillantes, se habían emborronado con el sudor y la presión.
                  Pasado un rato intentó moverse, ver donde estaba, pero no lo consiguió. No era algo de su alrededor lo que le aprisionaba, era su cuerpo mismo. Extenuado como estaba, ni sus miembros reaccionaban, poco a poco fue cayendo en el cansancio, hasta que finalmente se durmió.
                  Primero siempre contó que puede que durmiera días enteros, o tan solo un par de horas, más tarde, a bordo del Maria Cruz lo supo, pero en el instante en el que se despertó, con oscuridad de la noche rodeándolo y acariciándolo, Primero se sintió aturdido. Ahora si, le reaccionaban los músculos, se levantó, se miró, tenia una herida en la rodilla, y finalmente miró a su alrededor. Su miedo había desaparecido, sus ojos, antes inhumanos, ahora parecían en paz consigo mismo, sus ideas aparecían claras y ordenadas, como siempre había sido. La racionalidad de los Escobio se impuso a la locura, y poco a poco fue tomando conciencia del lugar en el que estaba. Aunque no veía muy bien, pudo distinguir una gran raíz que sobresalía por entre el sendero. Seguramente ella era la culpable de su caída. 
                    El adagio para cuerdas de Barber sonaba en su cabeza, tranquilizándolo, mostrándole la calma de su alrededor. No pensó en nada más, se mantuvo allí de pié, escuchando a lo salvaje. Escuchó las cacerías de los animales carnivoros, escuchó las rondas de las aves nocturnas, escuchó a los monos, intranquilos siempre en las alturas, y mientras sucedía esto vivió el amanecer en la selva. Al principio no era mas que una aura que empezaba a inundarlo todo, un polvo brillante que caía sobre las plantas, sobre sus hojas y sus flores. Màs tarde, los rayos, ya visibles fueron iluminando poco a poco todo a su alrededor. Las hojas, que se tapaban entre ellas creaban un juego de luces maravilloso, nunca él había visto algo así. Era una imagen tan solo comparable en su memoria a la salida del sol de entre las fauces del océano. Aún recordaba como, siendo tan solo un adolescente vio su primer amanecer en el mar. También recordaba, aunque más vagamente, el amanecer que había presenciado tan solo unos días antes, nadando entre los restos del naufragio, esperando el sol como quien espera un milagro.
               Cuando el espectáculo se pudo dar por terminado, Primero se encaminó en dirección al sol, donde sabía, se encontraba la playa. 
              Con la misma paz que lo acompañó en las últimas horas en la isla, Escobio subió al vapor que lo llevaría de vuelta a casa. No habían tardado mucho en encontrarlo. Al parecer, el capitán del María Cruz había visto la señal la tarde del día anterior, mientras Escobio corría desesperado por la isla, y había decidido probar suerte. Una pequeña expedición del buque se acercó con un bote a la isla y montó guardia durante una noche, esperando quizás que el naufrago apareciera de un momento a otro. Visto que Escobio no se presentaba, y ante la falta de más pruebas sobre la existencia de seres vivos en la isla, decidieron marcharse. Fue justo en ese momento, a primera mañana, cuando Primero los vio en la playa y se acerco a ellos, el resto era simple trámite.  
              Un par de horas más tarde, ya en el camarote del Capitán, Primero se atrevió a preguntar sobre los datos que tenían de la isla.
              - Esta isla? Bah, está abandonada desde hace siglos… Bueno, quizá siglos no, pero sus buenos treinta o cuarenta años desierta seguro- Ante la cara de asombro de Primero, el Capitán continuó- Si si, ha estado usted solo los últimos días; nadie ha podido molestarle a usted…
 Primero no conseguía salir de su asombro. ¿Qué aquella isla estaba desierta? Imposible, el había visto salvajes por allí rondando, nativos que le acechaban, observándolo y estudiándolo.
             - Nativos? No no, imposible… Je je je… Nativos dice,… No, yo mismo estuve hace un par de meses, tenemos una pequeña chabola por allí, y la usamos como almacén de vez en cuando, algunas veces incluso mi mujer y mis hijos pasan unos días, pero aparte de nosotros, nadie va a ese lugar abandonado de la mano de dios. A los niños les encanta, allí haciendo hogueras y cabañitas…
             Primero se miró las manos, miró su cuerpo, demacrado, y se sintió completamente imbécil. ¿Nativos y salvajes en pleno siglo XX? Incluso a él ahora le parecía todo una tontería… Había pasado los últimos días atemorizado de una cosa que ni tan siquiera existía. Un temor a lo desconocido le había impedido ver la realidad con claridad.
              - Por cierto, - continuó el capitán, con un informe sin rellenar en la mano- Seguro que se llama usted Primero?
                A sus sesenta y dos años, después de una jubilación tardía, y días después de haber vivido su primer naufragio, Primero Escobio Aguilar seguía padeciendo las consecuencias de la poca originalidad de sus padres a la hora de poner nombres.

Como no, sobre las mujeres...

- Deja de escribir
- Deja de hacer el imbécil.
- Deja de soñar.
- Lo único que cuenta eres tú...
·  Y ella?
- No, no hay nada, es mejor que lo dejes.
·  Si?
- Si, pero recuerda, nunca pierdas la esperanza.
·  Pero...
- Nada vale tu agonía.
·  Vale...